
Hace unos días presencié la tensa charla que mantuvieron dos
de mis amigas. La razón: lo que empezó siendo un intento por aclarar los
desencuentros que surgían a menudo entre ellas, se convirtió en un debate que
no llegó a ningún sitio, con el consiguiente malestar. La conversación giraba
en torno a los “por qué” que causaban esos problemas y esas diferencias. Y, en
esa comunicación, el verbo “ser” ocupó un importante
protagonismo. Un protagonismo tal, que limitó seriamente las opciones de acuerdo
y reencuentro.
De haberse utilizado durante el debate otros verbos, como
los de acción (estuviste, dijiste, miraste, no llamaste…) o los de ánimo
(reíste, lloraste, te entristeciste…), el conflicto habría estado más cerca de
solucionarse. ¿Por qué? Porque el verbo “ser”
conduce a generalizaciones, abstracciones, ambigüedades y, lo que es peor, a
atacar la esencia de una persona, su identidad, y a otorgarle atributos
negativos. Lógicamente, esto lleva a incrementar la tensión en una discusión.
Quizá algunos os preguntareis ¿Realmente ocurre esto con el
verbo “ser”? ¿Influye tanto la mayor
o menor utilización de términos tan coloquiales como “soy, no soy, eres, no eres”…? ¿Qué impacto tiene sobre una
discusión su uso o no uso?